miércoles, 22 de febrero de 2012

La llegada

- Claro que tendremos un perro, cariño, pero no ahora. Un piso no es lugar para él, necesita espacio, libertad. Si algún día vivimos en una casa, te prometo que, entonces sí, tendremos perro…

Entendedme. Acabábamos de irnos a vivir juntos y no sabíamos qué iba a pasar. Además, en aquel momento, para mí, la sola idea de poseer en propiedad algo como uno de esos zulos para estudiantes que proliferan por Compostela era toda una utopía, cuánto más una casa, con su garaje, su porche y su finca… Fue como decirle “cuando vivamos en la Luna, adoptaremos un alienígena…”. Vaya, por qué no se me habría ocurrido eso…

La posibilidad de incorporar un bicho de cuatro patas a nuestra familia pronto desapareció de mi horizonte. La usurera que nos alquiló el piso había dejado una condición clara: nada de animales domésticos. Música para mis oídos y un argumento infalible cada vez que el tema volvía a sobrevolar. Hasta que la burbuja inmobiliaria saltó por los aires…

Yo creía que ella se había olvidado de mi promesa. En realidad, al que se le había borrado por completo era a mí (seguramente, desde el instante mismo en que la pronuncié). Por eso, poco después de mudarnos a nuestro nuevo hogar (una casita adorable de dos plantas en una urbanización de las afueras, con su garaje, su porche y su finca… cómo no me di cuenta!) el submarino USS P.E.R.R.O. salió a la superficie del Mar de Asuntos Olvidados.

Era miércoles. O jueves. Estaba en la tele, en la parte más aburrida del proceso de montaje. Esa en la que tienes que volver a escuchar entera una de esas entrevistas coñazo para encontrar esos dos o tres minutos aprovechables con los que confías que nadie cambiará de canal. Sonó el móvil.

- Lo tengo…!
- Qué tienes?
- UN PERRO!!!
- Un…?
- Está en casa conmigo, esperando a que llegues.
- Un…?

El resto de la explicación fue una nebulosa. Que si era un beagle (eso no es una canción de Michael Jackson…? ah, no, eso es ‘Beat it’), que si era precioso, que si tan pronto la había visto se había ido hacia ella saludando y moviendo el rabito y supo que tenía que ser ése y no otro… Mientras ella hablaba, yo solo pensaba en charquitos de pis en el suelo, pequeñas bolitas marrones sobre la alfombra, muebles mordisqueados, sofás llenos de pelo y el olor: ese terrible olor de los perros mojados.

Todo eso desapareció cuando abrí el portal y aquella minúscula bola vino directa hacia mí como si supiese que, desde ese momento, sería el encargado de asegurar su subsistencia y por eso debía hacerme la pelota. Sus patas eran tan cortas y su barriga tan grande que cualquier movimiento parecía costarle un esfuerzo supremo que, sin embargo, llevaba con una tranquilidad pasmosa. Incluso con elegancia. Tan pancho.

Y así le quedó: Pancho… y eso que no me hacía demasiada gracia porque ya había uno. Ya sabéis, el de los cupones o la quiniela o lo que fuese. Yo que siempre presumí de original, acababa poniéndole a mi mascota un nombre tan transgresor como Toby o Zar. Pero no podía evitarlo: lo miraba y no había dudas. Era Pancho.

Y esta, niños y niñas, fue la primera lección que aprendí: nunca bautices a tu perro basándote en la primera impresión. Hoy, le hubiera llamado Atila. Y habría acertado de pleno.